En una coyuntura económica como la actual, a nadie sorprende el desfile de expatriados en fila hacia el aeropuerto, con la esperanza de una vida mejor, mientras de fondo suena la armónica melodía de la tristeza.
El otro día me topé con un artículo de «El País» en el que se entrevistaba a españoles que vivían en Estados Unidos y que explicaban qué les había llevado hasta allí. Y no eran pocos.¡Qué triste me pareció el hecho de que tantos españoles hubiesen sido víctimas del arrastre político a lugares recónditos de la geografía mundial! Y lo peor es que yo soy una más. En enero del año próximo pondré rumbo a Estados Unidos para poder realizar unas prácticas en una empresa de traducción. Con la esperanza de encontrar algo mejor, con la esperanza de no volver a una red laboral en la que si no eres «hijo o amigo de» no tienes opción, un sistema que engulle a los universitarios para escupirlos convertidos en una fuente de negatividad y falta de autoestima. La misma red que deja fuera de su telaraña a personas cualificadas y motivadas, apisonando sin piedad los sueños de miles de jóvenes (y no tan jóvenes).
Quizás, el mayor problema de todo esto no sea la fuga de cerebros en sí, sino la pérdida de identidad y la frustración causada por estas circunstancias tan ajenas al control de las víctimas. Por triste que pueda sonar, hay muchos de los expatriados que ya no quieren volver. Algunos no quieren siquiera volver la vista para contemplar al país que un día les dio la espalda. Sólo espero que la cascada de ilusiones abandonadas termine de bañar a nuestros políticos lo antes posible, y que ésta pueda ser reemplazada por un manantial de esperanza que sacie la ira de toda una generación.
Mientras tanto, muchos diremos adiós al país que no nos quiso entre sus filas. Hondearemos la mano al viento para decir adiós a nuestra familia y amigos. De fondo, una melodía triste.
Artículo de «El País»:
http://economia.elpais.com/economia/2013/10/15/empleo/1381836664_358583.html